Hay tres plantas trepadoras habituales en nuestro valle: la clemátide o brigaza (Clematis vitalba) de la que ya hablé aquí, la zarzaparrilla (Smilax aspera) que dejo para otra ocasión, y la hiedra, omnipresente en bosques, riberas y muros si la humedad es la adecuada.
Llamada huntza en euskera y con el nombre científico de Hedera helix (por su capacidad de enroscarse en los troncos), es una planta trepadora y siempre verde que si se lo ponen fácil puede ascender hasta 30 m con el objetivo de conseguir luz suficiente.
Su tallo, leñoso, emite una especie de “raíces” llamadas adventicias que sólo le sirven para adherirse al árbol o a un muro. Por tanto, no pueden robar alimento a la planta sobre la que trepa (sus verdaderas raíces son subterráneas).
Las hojas son de color verde lustroso. Las situadas en ramas que no dan flor y fruto son palmeadas, con 3-5 lóbulos, mientras que las de las ramas que dan flores son elípticas u ovadas (forma de huevo).
Las flores, de color verde pálido, son poco llamativas y surgen a finales de verano y otoño. Son melíferas, algo muy importante para las abejas (y apicultores), que en esa época comienzan a quedarse sin alimento.
Los frutos son unas bayas de color negro y del tamaño de un guisante; aparecen en otoño y perduran durante el invierno. Son un importante alimento para muchas aves (mirlos, zorzales, arrendajos, petirrojos…) que además se encargan de la dispersión de las 2-5 semillas que contiene cada uno.
La planta entera es tóxica, especialmente los frutos. Posee una sustancia, la hederina, que puede causar una importante bajada de la tensión arterial e incluso pérdida de visión si se consume (no así en uso externo), aunque el mayor problema radica en los niños, que por curiosidad puedan comer sus frutos. Incluso su savia puede producir dermatitis a personas sensibles, pero no es lo habitual.
A pesar de ello, ha sido muy utilizada como medicinal en forma de infusiones, tisanas o cataplasmas, con un listado casi interminable de usos para combatir o curar, entre otras muchas afecciones, la tos, el dolor de muelas, las verrugas, el reuma, el dolor de cabeza, los gusanos intestinales o como abortiva. No sé si hay alguna zona de nuestro cuerpo que no se haya tratado de curar con la hiedra, aunque en la actualidad apenas se utiliza.
Otra cuestión que suscita debate es el posible daño que causa a los árboles. Parece ser que el perjuicio es nulo o inapreciable excepto que cubra las ramas de los frutales o que produzca un sobrepeso que facilite su caída por el viento, pero desde luego, no “ahoga” al tronco sobre el que trepa. Respecto a los muros, su tronco puede ensanchar una grieta ya existente, pero no crearla.
Por último, no puedo dejar sin mencionar algunos usos curiosos de nuestra trepadora perenne. Por ejemplo, que con sus hojas cocidas se obtenía un tinte para teñir de un negro brillante la ropa de luto e incluso el bigote. O que de ella se obtenía una resina, la gomorresina de hiedra, que se aplicaba como crema depilatoria. Incluso en La Celestina se relata que con sus flores se elaboraba un filtro amoroso, una utilidad muy sugerente!
También sus tallos, muy porosos, se han usado para absorber la humedad en el interior de los armarios. Pero el premio etnobotánico se lo lleva Catón el Viejo, escritor y militar romano (siglos III-II a.e.c ) que afirmaba que para detectar si un vino estaba aguado era suficiente hacerlo pasar por un vaso de madera de hiedra: el vino pasaba y el agua, limpia y cristalina, quedaba retenida en el vaso, haciendo evidente el fraude.
Ante hechos imposibles nuestra ingenuidad nos lleva a decir: “¿y si fuera cierto?”. Yo por si acaso tal vez me construya una vaso mágico de hiedra. ¡Nunca se sabe!