Desde el año 2007 la FAO celebra el 5 de diciembre el Día Mundial del Suelo, una manera de reivindicar la importancia de esa fina capa fértil de la superficie terrestre de la que obtenemos el 90% de los alimentos. Paradójicamente, mientras ya habitamos en el planeta 8.000 millones de personas un tercio de los suelos está degradado por nuestra actividad: erosión, contaminación, salinización, en definitiva, destrucción. Frenar esa pérdida y recuperar un suelo saludable debería ser un objetivo prioritario a nivel mundial especialmente para atender a la enorme demanda de alimentos que el aumento de la población supone.
En esta entrada del blog no hablo sobre esa problemática sino que, modestamente, me limito a ofrecer una visión curiosa del suelo y de algunos de sus habitantes. Y es que el suelo me depara muchas sorpresas en mis caminatas naturalísticas. Camuflado en la hojarasca, escondido en el musgo o aferrado a la madera muerta siempre encuentro un detalle que me asombra. Son mis pequeños paisajes a ras de suelo, en los que cada protagonista cumple su papel en la salud de esa capa terrosa llena de vida. Estos son algunos de ellos.
Los líquenes de las piedras, como este liquen geográfico (Rhizocarpon geographicum), deshacen lentamente las rocas por los desechos ácidos que expulsan de su organismo. La fina capa de polvo rocoso que se libera será el inicio de un nuevo suelo.
Los musgos siguen a los líquenes en la génesis del suelo; son poco exigentes y una delgada capa de tierra les vale. Muchos diminutos invertebrados se refugian y alimentan en los musgos. Los restos orgánicos de todos ellos enriquecen un suelo cada vez más maduro y profundo.
Cuando el suelo ha evolucionado lo suficiente llega el momento de plantas más exigentes, primero las herbáceas y finalmente los árboles, que formarán bosques. En la fotografía superior una bellota de roble está germinando. En las inferiores hacen lo mismo una recién brotada haya y unas herbáceas.
La pequeña fauna del suelo forma redes alimenticias complejas: los hay que comen plantas vivas, otros las muertas y todo tipo de cadáveres y restos, y otros sencillamente son carnívoros. Entre todos perforan, airean, oxigenan el suelo; trituran, deshacen y descomponen la materia muerta que lentamente va liberando nutrientes al suelo. En las imágenes inferiores algunos invertebrados del suelo de un bosque.
No sería posible la formación de un nuevo suelo (ni siquiera de la vida) sin la actividad de hongos y bacterias, pues ellos transforman definitivamente lo orgánico en materia mineral, el alimento imprescindible, junto con el agua y el CO2, para que las plantas comiencen un nuevo ciclo.